“Recordemos que nuestros pensamientos son muy poderosos, y son ellos los que definen la calidad de nuestras emociones”.
No es una novedad que muchos de nosotros dejemos todo a última hora. Yo no sé si será que nos gusta la adrenalina de correr contra el tiempo, o simplemente creemos que será más fácil realizarlo 24 horas antes del día de la entrega final.
Esto lo veo mucho en mi rol como catedrática en la universidad, cuando les pido a los alumnos que preparen un discurso para la clase de “Cómo hablar en público y persuadir a tu audiencia”.
Normalmente les doy entre una semana y 10 días para escribir su discurso con base en el formato que les enseño. Es increíble pero, un día antes de la presentación del discurso, me llenan de correos con las dudas que tienen para redactarlo, algunos hasta la misma mañana de la clase, una hora antes de que comience.
“Recordemos que nuestros pensamientos son muy poderosos, y son ellos los que definen la calidad de nuestras emociones”.
Lo más divertido es que no aprendemos, decimos: “Es la última vez que dejo todo para el final” y a las pocas semanas nos encontramos diciendo lo mismo.
Para serles sincera, en lo personal trabajo mucho mejor con una fecha límite; sin embargo, la vida y las impresoras me han enseñado algunas vivencias que no quisiera volver a repetir por mucho que me guste trabajar bajo presión.
A veces me pregunto: ¿Será que todos los seres humanos somos iguales? ¿Qué será lo que nos lleva a dejar todo a última hora?
Los estudios dicen que dejamos “para después” lo que nos produce rechazo o aversión realizar en ese momento.
Por ejemplo: “Preparar un informe que me tocará presentar delante de mis compañeros de trabajo” Como me da pánico hablar en público, el solo hecho de pensarlo me revuelve el estómago. Por ende, dejo la tarea para mañana, ya que no quiero sentir el temor que me produce.
El problema radica en que el alivio momentáneo se transforma en el estrés de hacerlo a último minuto, con todas las limitantes que eso conlleva y el infaltable arrepentimiento.
Esto nos debería llevar a reflexionar en que el problema puede ir más allá del manejo del tiempo, o de la falta de una agenda con lista de pendientes. Es en este momento cuando es necesario hacerse algunas preguntas: ¿Cuáles son las tareas que siempre dejo para después? ¿Cuáles pensamientos se me vienen a la mente cuando pienso en esa tarea? ¿Cuáles emociones siento al solo pensar en realizarla?
Probablemente, las respuestas tengan que ver con miedo, desmotivación, frustración, incapacidad, desconocimiento, etc.
Una vez descubres cuál es la raíz, puedes comenzar a trabajar en ella para ya sea cambiar el enfoque, cambiar la tarea, o cambiar la forma en la que pensamos sobre ella.
Recordemos que nuestros pensamientos son muy poderosos, y son ellos los que definen la calidad de nuestras emociones.
Busca la raíz de tu procrastinación, y trabaja en ella con el objetivo de lograr comprender qué, cómo y por qué.
¿Y tú qué dejas “a última hora”?